Día de la trabajadora sola

El feriado del primero de mayo se vuelve interminable. Aunque son apenas las once de la mañana presiente que será un día de esos. Desde que Manuel, el hijo mayor, se fue a vivir solo ella recuperó un cuarto propio. Del que no se apropió todavía demasiado porque sigue siendo un lugar sin identidad. No se parece ni un poco a la decoración que había imaginado cuando al mudarse al departamento espacioso para albergar todas las reuniones familiares, con el dormitorio de la pareja en suite y un cuarto para cada hijo, acordaron que allí iban armar el escritorio. Las paredes verde aturquesado que ella misma pintó porque era el color preferido del más chico, el escritorio blanco de melamina, comprado en Easy, muchos años antes, cuando el mayor entró a cuarto grado y necesitaba un espacio para sentarse a estudiar. Una biblioteca de pino pintada de acrílico blanco, que todavía alberga los libros infantiles de la hija que ¿cuándo dejó de ser niña?

Tomó por asalto el cuarto cuando el hijo mayor alquiló depto con un amigo y se fue. No consideró que si la experiencia de autonomía veinteañera no funcionaba, el hijo pródigo iba a volver a casa a buscar cobijo, su lugar. Lo que finalmente ocurrió, para encontrarse con que lo habían desalojado, ya definitivamente. La culpa por eso todavía la persigue. Debe ser la peor madre del mundo, porque ¡qué madre no quiere que sus hijos vuelvan al nido! ¿Cómo pudo ser tan egoísta de apurar los tiempos orgánicos para que él solito quisiera cortar el cordón?

La pena, debe ser la pena. La carga soportada tantos años. La pesada mochila del desamor. Un matrimonio prolongado por mucho más tiempo del recomendable.

Pero ese tema está -o parece que está- encaminado a resolverse. 

Ahora, un primer primero de mayo sola. Sentada en su cuarto propio, tratando de escribir en la computadora. Por deber, primero el deber. La novela, los cuentos, los poemas, esos que danzan sin orden ni estructura dentro de su cabeza tendrán que quedar ahí, por el momento.

Antes precisa cumplir con la tarea. Terminar algunos textos que deberá entregar a lo largo de la semana.

El departamento está en silencio. Tanto Leo como Sofi se fueron con el papá y el silencio de un día feriado en Caballito se nota. Por el ventanal que da al balcón orientado a un gran pulmón de manzana, justo sobre las cocheras descubiertas del edificio, entra luz. Mucha luz. Es el cuarto más luminoso del departamento. El primero que recibe rayos de sol por la mañana. Se está bien allí. Se siente en calma. Habitualmente. Hoy no. Le cuesta concentrarse en todo lo que tiene que escribir. Son muchos textos, distintos, para publicaciones diferentes. Todos urgentes. No sabe por cuál empezar. En verdad hay algo en el cuerpo que se impone. Son las costillas a la altura del pecho que se hunden y aprietan entre sí, elevándose hacia el esternón. Los hombros están demasiado cercanos a las orejas, no en su posición natural, el mentón recogido por demás, casi tocando el cuello. El cuello, habitualmente alineado a la pelvis, está volcado hacia adelante, curvado y rompe el eje imaginario que conecta la columna vertebral con la tierra y el cielo, esa postura de bailarina que a conciencia se esfuerza en sostener habitualmente.

Debe ser la computadora. La coloca sobre unos libros para elevar el monitor de la laptop a la altura de los ojos, como le indicó la kinesióloga. Hay una epidemia de personas con tensión en el cuello y los hombros producto de las malas posturas al trabajar frente a las pantallas, le había explicado. La forma de preservar la salud de los huesos y los músculos es adoptar una postura correcta al usar los dispositivos electrónicos para evitar tensar las cervicales. 

Sin embargo, corregida la posición, el cuerpo sigue protestando. Chilla fuerte en silencio. Cierra los ojos. Es el aire. El aire detenido en el medio de la garganta, lo que parece punzar como una lanza filosa la base del cuello. Se lleva la mano al hueco que se forma entre los dos huesitos pronunciados del esternón y lo confirma. La piel no se mueve, la respiración no fluye. Algo interrumpe el paso del aire y es eso lo que tensa los músculos del cuello, provoca que el pecho se cierre y los hombros se levanten. Doliendo. Siente cómo la envuelve la tristeza. Ahora sí, respira profundo y le hace lugar a la emoción.

Esta soledad no es la que anhelaba. Tiempo para ella, sí. Hace tiempo que no dispone de tiempo completo. Pero no lo está aprovechando. Todos sus pensamientos, siempre, están atravesados por una voz sin palabras que, sin embargo, ejerce una fuerza de amarre. Un mandato que atraviesa cualquier idea que se distancie del habitus.  Una sensación de no estar haciendo lo correcto, de que nunca es suficiente. La certeza de que en cualquier momento, si se entregara por completo a ese ejercicio vertiginoso del libre divague, dejar que la mente vuele, imaginarse distinta, otra, más verdadera y esencial, la burbuja explotaría en cuestión de microsegundos. Un maaa, un sonido de llamada del celular, un tilín de algún mensaje de whatsapp. O nada de eso. Simplemente la voz. Se cuela sin previo aviso y le repite como un mantra: sos una mamá. No te olvides, no te atrevas, no pienses nada que insinúe vulnerar ese estado sacrosanto de la maternidad. Tu mirada será amorosa, tus palabras siempre de alimento, darás refuerzo positivo ante cada tropiezo, nutrirás, limpiarás, acunarás. Darás la teta. Todo tu cuerpo sera una gran teta. Proveerás de leche. A libre demanda. No desearás. Descansarás lo mínimo necesario. Te observarás solo lo que deba funcionar. Eres madre. Y ahora, osada y horrible mujer, además, eres sola.

Felíz día de la trabajadora sola.

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