El barrio o las flores

Nunca supo si fue el universo, el barrio o las flores de Bach. Por esos años se había comprado un set completo de remedios florales importados de Londres y estudiaba para hacerse terapeuta. Bailaba mucho también, se había dado cuenta de que lo único que le gustaba en la vida era bailar, no es que lo hiciera tan bien pero amaba hacerlo y la hacía sentir viva.

Cuando le pasaba algo difícil de sobrellevar, un amor que terminaba, una discusión con una amiga, un desacuerdo con la jefa, hasta boludeces como disputar el control remoto del aire acondicionado con un compañero de oficina, esas pequeñas luchas de la vida cotidiana, se sentía devastada. Era una sensación indescriptible de fin del mundo. No sabía cómo procesar la confrontación. Lo primero que sentía era vergüenza. Y la cosa seguía como un animal vivo moviéndose adentro de su carne por días y días después del suceso. La gente ya se había olvidado pero ella seguía obsesionada con lo que pasó. No tenía dimensión del tiempo. Podía pasar un fin de semana entero en pijama en su departamento del piso diez sin salir a la calle. Alimentándose a mate y arroz integral, o directamente sin comer, hasta que llegase el lunes con su salvavidas, la rutina.

Por suerte tenía un trabajo en relación de dependencia -encubierta porque facturaba con monotributo- pero con horarios, escritorio, computadora, compañeros, jefes, medialunas y máquina de café. La obligación, el rito, la línea de montaje de cada día. Tal vez allí está la explicación del éxito del capitalismo. El obrero, ella lo era, no piensa, no siente, produce. En serie. En serio. El efecto sedante del capitalismo es probablemente el mejor ansiolítico inventado en la historia. Trabajar en piloto automático. Tal vez no sea tan malo ser una autómata, reconocía por entonces cada vez que la llegada del lunes -otra vez sobre la ciudad, la gente que veeeessss … la la la la la – la rescataba de todo lo que odiaba del fin de semana.

Si no era ella era alguna de sus amigas la que había que bancar por algún traspié amoroso. Ser soltera y vivir sola en Buenos Aires no era como se veía en Sex and the City. Esto no era Nueva York y ella no era Carrie Bradshaw, aunque compartían profesión. Ella escribía de viajes. Y viajaba, tenía esa suerte, un trabajo glamoroso y emocionante. Le pagaban por ir a ciudades y países que nunca había visitado. Los mejores hoteles, los grupos de periodistas de turismo siempre eran divertidos y los agentes de viajes eran gente que sabía disfrutar. Pero las épocas regulares, había que pasarlas, y el presente nunca era tan promisorio como el futuro. De momento no estaba en pareja y el tiempo iba pasando, las preguntas del para cuando y cómo puede ser que una chica tan linda esté sola, se volvían insoportables. Le pesaban no tanto porque la pasara mal sino porque se sentía en falta. Sus padres, la sociedad, su familia, hasta el kiosquero de la esquina la veía con malos ojos cuando iba a comprar alguna golosina o algún paquete de galletitas con un candidato diferente. Sabía que la juzgaba por lo bajo. Por esa época variaba mucho de chico. Y sí, generalmente las salidas terminaban en su casa, a ella le gustaba estar ahí. Estaba cómoda y jamás había tenido una mala experiencia. No eran pibes de una sola vez, eran amigos, o amigovios, como se decía entonces. Y era soltera. No tenía que rendirle cuentas a nadie. Pero igual le pesaba el qué dirán. Era un lastre.

Había épocas en que disfrutaba de la libertad. Y otras que se enamoraba. Del hombre equivocado. Por supuesto. Tal vez era algo astrológico. O que tenía que ver con el ciclo hormonal.

En esos días sentía fuerte el abandono. Quería amor. No una pareja, que no tenía ganas ni tiempo con todo lo que hacía durante el día, los eventos y los viajes. Un toco y me voy, pero que vuelva, que sea también amigo, que haya algo más. Algunos lo entendieron y fueron buenos “secuaces” para ese mientrastanto. Mientras buscaba, mientras respiraba, mientras trataba de entender por qué, para qué había venido al mundo. Que había momentos en los que dolía el cuerpo de estar viva. Se le iba el tiempo buscando la manera de evitar el dolor. Y no era nada en particular. De hecho tenía una buena figura, los treinta no se le notaban, daba veinteañera y siempre lucía espléndida. Tenía un pelazo negro, largo, espeso y brillante de publicidad de shampoo. Envidiable por lacio, dócil. Una cabellera que parecía tener vida propia.

Igual había momentos en los que se veía un horror frente al espejo. O que le parecía antinatural despertarse sola cada mañana. En ese departamento silencioso, donde nadie la saludaba al abrir los ojos, costaba enfrentarse a la existencia, sentarse en la cama, dudar si bajar o volver a apoyar la cabeza en la almohada, taparse con las sábanas y cerrar los ojos otra vez. Que el sueño la lleve, que sí, iba a llegar tarde al trabajo, como últimamente. Las caras de desaprobación de jefa y compañeros que ya ni se molestaban en escuchar las excusas. Encima eso. Enmascarar la vergüenza. Mejor que piensen que es irresponsable a admitir la verdad. Que era un suplicio tener bajarse de la cama. Una incomodidad, una presión, un dolor. Inespecífico, amorfo, intangible, insípido, inconmensurable. Parece que ahora la ciencia tiene algunos métodos para medir el dolor. ¿Cuánto le pondrían al suyo? Si no era uno genuino. ¿Era legítimo sufrir como ella lo hacía? ¿Tenía motivos? La verdad que no. Así que a levantarse de la cama que el mundo sigue andando.

Lo mejor está por venir. O no. Pero hay que buscar. Qué otra opción. El sueño se negaba a volver por más que cerrara los ojos tratando de imaginar unos brazos que la envolvieran y una voz que le susurrase que todo iba a estar bien. Te amo. Te quiero. Te consuelo. Te beso y te envuelvo como a un bebé. Apoyás tu cabeza en el hueco de mi pecho, sentís el calor, el silencio que al encerrar tus orejas con mis axilas te defiende de los ruidos que te atacan. Estás en calma, segura, suave, tibia, amada. Ese bálsamo, el abrazo del amor, lo añoraba y sabía que probablemente estaba destinada a perseguirlo durante el resto de sus días.

Porque de eso se trató todos esos años. De huir pero también de buscar. Irse de la mierda que era vivir con los viejos, pero también de armar algo. Algo que hiciera que la vida mereciera ser vivida.

Y pese a que había días en que los sucesos hacían suponer lo contrario jamás consideró la opción de reventar todo. Ni patear el tablero ni fugarse a otra dimensión. De algún modo iba a tener que encontrar la salida, iba a cumplir con el mundo, bueno no tanto con el mundo, sino con la familia y al mismo tiempo iba a encontrarle el sentido a su existencia.

El departamento de Coronel Díaz era el refugio perfecto. Había espacio para muchas personas y sin embargo era un templo a la soledad. Tenía una pared redonda, formada por la curva de la escalera, y una arcada, de una reforma que había eliminado la ventana al balcón y extendido el living, con un cerramiento. Un vidrio naranja daba una calidez especial a la luz que entraba por el ventanal, incluso en los días nublados. Esos tres detalles la habían decidido a mudarse allí, a un edificio viejo, sin comodidades, a ese décimo semipiso en contrafrente, que brindaba pocas oportunidades de socializar. Por la misma plata en esa época podía mudarse a un edificio con amenities, áreas comunes, sum, pileta, mucho más favorable para una chica que vive sola, pero el que en principio eligió su mamá y un primo gay supuestamente re capo en negocios, que por entonces era compinche de ella, de su mamá, le habían bajado la ilusión. No es de calidad esta construcción, las paredes son de cartón, se escucha todo. Y en cambio, sí le habían aprobado Coronel Díaz, la vuelta al barrio, a Palermo a solo diez cuadras del nido familiar.

Volvía de vivir en San Cristóbal, un barrio de casas tomadas al que había ido por impulso, cuando decidió escapar para siempre del loquero que era la casa de los padres, con un colchón en el piso y sin teléfono, huyó a ese departamento vacío en un barrio que desconocía, alejado de todos sus amigos chetos que nunca fueron a visitarla porque su mapa urbano se extendía de zona norte, pasando por Belgrano a Palermo.

San Cristóbal, adonde te fuiste a vivir, no tenés miedo, no sí… Está bien, cuando pueda voy, uy no me da el tiempo, dale tomate un taxi y nos vemos en Mamá Baker, venite vos, no tengo auto, y ¿cómo viajo hasta allá?

Lo que aprendió esos años desde los 22 hasta los 26 que vivió en la calle Urquiza fue a refinar el concepto de amistad. Amigos no son tus amistades. Son los que te bancan, los que te acompañan, los que no te juzgan o los que se la juegan. Hay que tener coraje para ejercer la amistad. Urquiza estaba muy bien. El depto era hiperluminoso, con una terraza para ver atardeceres rosados, caer la tarde en los techos del barrio, escuchar los secretos de la ciudad. En la cuadra terminaba el recorrido el 127, los choferes se convirtieron en sus protectores, se hizo compinche de los colectiveros, algunos a veces no le cobraban el pasaje. Fue una experiencia enriquecedora la de ser una chica de barrio. Entiende cuando los famosos repiten esa frase, soy un pibe de barrio, el impacto del titular, suena a demagogia, pero no, está segura de que hay una verdad profunda, un sinceramiento en esa revelación. El barrio te enseña. Te baja. Te muestra que no hay mucho más que esto. El barrio permanece, no se mueve por la ambición, no está para mostrar, no para encandilar. No es que le gustara el barrio, era feo de hecho, pero ahí estaba a salvo de las constantes rencillas de sus padres, del humo de su tabaquismo, las demandas de su mamá.

Urquiza y San Juan era una cuadra oscura de edificios antiguos, sucios, las paredes ennegrecidas por el hollín. Los vecinos, los de la casa tomada que estaba justo pegada a su edificio eran amables, los perros no había uno especial pero fue ahí, cuando volvía tarde del trabajo en la redacción, donde aprendió a verlos como a algo más que una mascota. Entendió el significado de tener un perro que te ladre. Tal vez no hiciera falta mucho más. Un techo, unas facturas para el mate que compraban en la cuadra de La Rioja, todavía se acuerda el día en que solo tenía un peso en la cartera y entró a comprar una medialuna, todo lo que le alcanzaba y el dueño del local le regalo otra más, el mismo día que el chofer del 41 le dijo pasá no pagués boleto y ella apenas tenía lo justo para ese pasaje.

Le pasaban muchas cosas mágicas, así, de solidaridad inesperada. Eso de que te lanzás y aparece la red. Y nunca supo al final, si fue el universo, el barrio o las flores.

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