Las mujeres no nos callamos más

El auto me pasó por la derecha. Iba rápido. Volanteó, se me puso adelante y lo paró el semáforo. Me asusté, iba manejando tranquila, escuchando en la radio una entrevista a Dante Spinetta que estaba planeando publicar la obra inédita de su padre.

Iba por Río de Janeiro, ya había cruzado la avenida Díaz Vélez y empecé a bajar la velocidad, en esa cuadra no se puede ir a más de veinte kilómetros por hora, porque hay una escuela. Lo advertían los carteles rojos que nadie parece mirar nunca, pero además hay lomas de burro así que estás obligada a bajar la velocidad para no reventar los amortiguadores.

Las escuelas están cerradas este año 2020. La ciudad no es la misma de siempre. El ritmo es otro, más pausado, gente enmascarada camina por las calles. Como vacas yendo al matadero, como los niños de escafandras grises del video The Wall, parecen zombis yendo a la picadora de carne. Todas esas imágenes me pasan en un segundo por la mente mientras manejo relajada respetando los límites de velocidad porque no tengo apuro, porque como ellos no tengo justificativo para acelerar ningún motor, ni el del auto ni el de los sueños. Será por la edad, la lentitud que viene después de los cincuenta, la pandemia, la cuestión es que no comprendo a esos boludos que siempre te quieren pasar para llegar adónde no se sabe.

El boludo en cuestión hubiera sido uno más de los que abundan en el tránsito de Buenos Aires, de no ser porque se me ocurrió mirar su auto y observé que pertenecía a una empresa de salud. Tenía una oblea o algo así que decía Labclinic y deduje que era un laboratorio de análisis clínicos.

La paradoja, eso debe ser lo que me sacó de quicio. Le hice luces, varios guiños, uno detrás de otro tratando de llamar su atención, como si el tipo pudiera entender que estaba indignada. Movía hacia adelante y hacia atrás la palanca de luces que está junto al volante mientras apretaba los dientes, mi mandíbula empezaba a tensarse y mi ceño se fruncía como el de un león.

Al final, al llegar a la esquina el semáforo nos paró a los dos, pero no alcancé a ponerme al lado, mi auto quedó detrás del infeliz.

—¿Me querés decir para que mierda te apurás? —grité, sabiendo que era imposible que el tipo me escuchase, porque estaba adelante y no podía verme. Es más, seguro que el tarado ni se dio cuenta de lo que hizo. Se lo voy a decir. Alguien se lo tiene que decir. Fue entonces que por un segundo pensé “No, Dana, esa que se sale de sus cabales no sos vos, no lo hagas, ya sos una señora grande”. “Justamente”, me contesté, “como sos una señora grande y se lo vas a explicar amablemente el hombre lo va a entender, andá y decile que está muy mal lo que hizo, tenés que atreverte para hacer lo que viniste a hacer al mundo: enseñarle a los demás cómo vivir sus propias vidas. Pensá que, si el tipo sigue manejando así, a lo picante, en algún momento alguien se la va a pegar por su culpa.”.

Y ahí estaba yo, la heroína de Almagro, en modo justiciera poniendo orden en la ciudad de la furia. Aunque no tuviera capa, ni tetas disparadoras de rayos letales, ni lazo de la verdad.

El semáforo parecía interminable, tuve tiempo de pensar todo eso, de mirar el llavero puesto en el volante, tan lindo con su cierre centralizado, tan moderno. Tantos años que no cambiaba el auto, más de quince y por fin estaba ahora en plena pandemia, disfrutando del olor a nuevo de mi modesto Peugeot plata cero kilómetros. Supongo que esa placidez que sentía en el andar silencioso de mi auto recién estrenado, la tranquilidad de ser una persona normal, con un auto normal, ya no una chatarra toda desvencijada, con olor a humedad, el motor que se paraba en cada semáforo o cuando quería y tener que frenar para arrancarlo oyendo los bocinazos de los de atrás o viendo las miradas compasivas de los de al lado, supongo, decía, que esa placidez era sagrada. Mi estado emocional era el de éxtasis. Mi propio, privado, secreto y sacrosanto estado de nirvana en mi cabina insonorizada, a salvo de los distractores del exterior.

Allí adentro, en mi nave, la agresividad del mundo parecía haberse evaporado. Por un lado, era un dato cierto que el ritmo loco del tránsito de Buenos Aires se había desacelerado desde comienzos de la pandemia y por eso manejar se había vuelto un placer. La irrupción de ese conductor cancherito amenazó arruinar aquella conquista. Es el flagelo de los machos al volante. Vos vas tranquila, manejando lo más bien, y un conductor apurado te rompe ese momento de gloria personal. Lógicamente, me lo tomé a mal. Toda la furia acumulada de años de aguantar a los miles de machirulos que se creen con derecho a putearte cuando vas manejando. Debería estar curada a esta altura, pero justo ese día, la gota rebalsó.

En el semáforo agarré y me bajé del auto dispuesta a acercarme a la ventanilla del señor para confrontarlo por su atrevimiento. Ese volantazo no se lo iba a llevar de arriba.

Quizá no tuve en cuenta que estaba premenstrual. Pero igual la razón estaba de mi lado. Ahora te toca escucharme, querido conductor imprudente. Estamos vos y yo solos. No hay agentes de la ley que vengan a poner orden en el caos que desataste.

Así que premenstrual y tal vez un poco vieja, pero rozagante porque justo venía de hacerme una limpieza de cutis me bajé del auto y sintiendo el poder que me confería ser la dueña de la razón, sin importarme que mi figura no era digna de la superheroína de mi película —odié mucho los kilos de más que estaba ganando en esos días interminables de encierro obligatorio en que los argentinas pasábamos el rato cocinando y haciendo videos de Tik Tok—, levanté el mentón y caminé, meneando el culo y sacando pecho, por la acera de los autos, hasta la ventana del conductor imprudente. “Tic, tic, tic, tic”, con la llave golpeé el vidrio. Lo bajó mirándome con cara de desprevenido.

—¿De verdad no te diste cuenta de que ibas a sesenta, tal vez ochenta, kilómetros por hora en una calle que tiene límite de veinte no lo viste al cartel, te parece manejar así? — lo reté como si fuese mi absoluto derecho y el tipo, un hijo a educar.

—Eh… —solo atinó a responder.

—¡No lo hagas más, okey, no vuelvas a pasar a nadie así, por favor!, —le espeté y me volví a mi auto porque el semáforo ya se estaba cambiando a verde. De espaldas, llegué a escuchar al pobre hombre diciendo:

— Bueno, qué carácter.

Mientras intentaba volver al volante ahora recibía más bocinazos. Me parecieron totalmente inmerecidos. Por más que la que estaba sentada al volante del auto de atrás del mío pudo ver perfectamente que ya estaba entrando y que todo el procedimiento no duró más de un minuto la mujer seguía con la mano pegada en la bocina. Me aturdió, pero no dije nada. Cuando arranqué, la loca me pasó por al lado igual que el otro, por la derecha, mientras sacaba la cabeza de la ventanilla, agitando en una mano un carnet que parecía de conductor, pero era otra cosa, y una vez que me pasó miró hacia atrás y me gritó más enojada conmigo de lo que yo estaba con el muchacho del Labclinic.

— Soy médica, soy médica, boluda —, gritó.

Lo que digo siempre: las mujeres no nos callamos más.

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