Yo antes de casarme

Es una mujer joven. Lo confirman sus ojos grandes. Su mirada soñadora es enigmática y transparente a la vez, como de niña en actitud de leer sus propios pensamientos. Se sabe bella. Aunque se nota que está incómoda, una mezcla de orgullo y de controlada ansiedad.

La cara redonda, de mejillas pulposas coloreadas como la piel de un durazno. El mentón pequeño, resalta la elegancia de una melena negra que termina justo al comenzar el cuello largo de bailarina. Lleva un solero floreado de escote en u que deja ver sus hombros relajados. Son hombros como los de las mujeres de antes. Son hombros de la década del 60, sin entrenar, naturales, humildes, finos y femeninos que culminan en brazos delgados de piel tensada por efecto natural de la juventud. 

Volviendo a los ojos, protagonistas del retrato, están justo debajo de donde termina el flequillo, unos cabellos que caen con prolijo descuido sobre la frente ancha y diáfana que obliga a posarnos otra vez a la mirada. Decíamos los ojos, delineados, enmarcados por sendos trazos curvilíneos como lomas sobre lagos cristalinos, separados por una nariz fina y respingada, que forma un poroto en la punta, son ellos la esencia del dibujo. Tienen algo y será preciso volver muchas veces a esta pared, a esta casa en la que vive una familia entera, la de Susana, la dueña del retrato, para descubrir qué es. Pero es preciso eludir su fuerza magnética porque no sería justo con los demás rasgos de la mujer. Si describiésemos solo los ojos, podríamos estar hablando de cualquier otro ser en el mundo. No de ella, por más que toda su esencia se adivine en esa mirada. Por más que su alma profunda esté encerrada en ese retrato donde quedó atrapada para siempre y, quizá, su esencia haya sido arrebatada. Como si fuera posible para un artista tomar el alma de su envase, rescatarla sabiendo que el paso de tiempo inevitable hará con ella lo suyo, la moldeará, la romperá en mil pedazos, la reparará y la llenará de historia, de lecciones, de pasiones. Pero en cambio, en el lienzo quedará el alma impresa en toda su pureza, en la belleza de su juventud.

La boca, justo debajo del surco que la une a la nariz, cuyos laterales terminan cada uno con exactitud en las dos curvitas de la «n» que forma el labio superior. Es una ene cursiva que empieza y termina en dos trazos finos, el primero que asciende, el segundo que desciende para terminar en las comisuras izquierda y derecha, donde nace el labio inferior.

Aunque el dibujo está hecho en carbonilla, un efecto inexplicable hace verlo color carne, se adivina la sangre de ese labio tibio, jugoso, a la espera del beso. Quizá en eso estén pensando los ojos grandes. Puede que estén perdidos en un beso que perdieron o que perderán para siempre.

Estoy segura, hay un beso anhelado en esa boca. Hay un beso declarado en esos trazos. Es un beso de otro plano, de otro espacio, un beso latente que nunca sabremos si fue hecho o pensado.

La musa y el artista veo en lo que no fue retratado. Lo que hubiera podido ocurrir. Lo que acaso sucedió y no sabré jamás. Porque no es bueno que una madre revele a su hija los amores de juventud.

Solo sé que hay una historia que no me pertenece en ese cuadro. Soy yo a los veinte años antes de casarme solía responder mi mamá cuando le preguntaban. La obra que vi toda mi infancia como un adorno más en las paredes del living, hoy se vuelve un mensaje. Una pregunta. ¿Quién fui yo antes de casarme?

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