Llegó un domingo

Todo empezó una tarde. Una de esas tardes de fin de semana sin planificar. No hay nada peor para una familia con dos criaturas que pasar el día encerrados en un tres ambientes.

Es por eso que los padres, los buenos al menos, suelen organizar algún programa para entretener los niños pequeños.

Sólo que ese sábado no habíamos anticipado ninguno. Era invierno y hacía mucho frío para ir al club como de costumbre.

Mariano me propuso que después de almorzar nos recostásemos en el dormitorio a leer o mirar una peli –sus eufemismos preferidos para coger-  mientras los chicos durmieran la siesta. ¿La qué? Hace dos años que no duermen de día mucho menos un fin de semana cuando nos tienen a disposición. Mejor decidamos qué vamos a hacer en familia: ¿plaza o cine?

No  les preguntamos, optamos directamente por el plan gratuito así que después de terminar las milanesas, nos fuimos al parque con los chicos y su bolso de los baldes y las palas. El sol brillaba y las vocecitas agudas de los pibitos en el arenero eran las de siempre. Una música de fondo que me daba la seguridad de estar en el lugar correcto. De que todo estaba donde tenía que estar: juntos, unidos, en familia. Mariano y yo éramos un  matrimonio más de tantos otros, de esos consagrados a la vida en familia, esa gente que de tanto estar casada un día se convirtió en una entidad única; igual que nuestros amigos marycielo@hotmail.com y pabloypato@yahoo.com.ar. Por suerte conservábamos la dignidad de no haber sucumbido a la ridiculez  de la cuenta de email compartida, pero sabíamos que el proyecto familia hacía tiempo que había sepultado nuestras respectivas individualidades.

Empezando por haber dejado de ser un hombre y una mujer con ganas de algo tan simple como coger con muchas ganas, y siguiendo por habernos vuelto incapaces de pensar situaciones que no incluyeran al otro. Sólo al cerrar los ojos, por las noches yo me atrevía a imaginarme subiéndome a un tren hacia cualquier ciudad, en algún país lejano. Nunca le pregunté a Mariano cual era su deseo enterrado, pero supongo que no tenía mucho que ver con sus quejas cuando le tocaba perderse un partido de tenis para cuidar a alguno de los chicos con fiebre.

Pero aquí estábamos. Entregados a la noble rutina de ser padres. Disfrutando de esos pequeños placeres que nos da ver cómo nuestros hijos crecen, se hacen fuertes y aprenden a confiar en sí mismos. ¿Qué más podíamos pedir? Eramos una familia hermosa. Me lo decían mis amigos de facebook cada vez que subía una foto de abrazos familiares.

Pensaba todo esto mientras Mariano me daba la mano, apretándome fuerte los dedos entre los suyos, como hace siempre, a veces pienso que tiene miedo que me escape, de que un buen día termine tomándome ese tren y desaparezca del todo.

El no se perdió un detalle de la diversión de los chicos, los hamacó, los alentó a treparse y a subir al tobogán.

fotoqSu único pecado quizá fue negarse a sucumbir a la insistencia de comprarles esos horrendos globos salchicha. Los chicos lo entendieron: no hace falta comprar cosas para pasarla bien. Su vocación de padre era indiscutible, reconocí pero no se lo dije. Se sentó en la arena, ayudó a Julieta a cavar un pozo profundo para encontrar unos  tesoros perdidos hasta que vino Tomy llorando porque un nene le había quitado su autito azul, aunque  lo traía en la mano.

Mientras Mariano intentaba explicarle que hay que compartir los juguetes, yo alcancé a ver cómo nos miraba con cara de orto una mujercita muy flaca y llena de tatoos que tenía de la mano a un nene también llorando, de unos dos años y de la mitad del tamaño de Tomy.

Reconocí en su mirada la furia de una madre primeriza y pude completar la escena de la puja por el autito azul: era fija que mi hijo había recuperado su posesión a los empujones, así que comprendí que había llegado el momento de irnos. Tengo un buen entrenamiento en esto de evitar que un conflicto de niños se transforme en una contienda de adultos desbordados y mi principal estrategia es la de la huida a tiempo.

Además, ya me había hartado de estar parada, ni pensar en sentarme sobre el borde del arenero, recubierto con excesiva caca de paloma, y lo cierto es que ya quería irme del parque. Bastó anunciar que empezaríamos a recolectar los juguetes para que los chicos recordaran que tenían hambre y empezaran a reclamar una visita a McDonalds.

Mariano consideró un sí, pero bastó mirar mi cara para recordar que jamás entro a esos lugares invadidos de olor a grasa. Así que nos decidimos por visitar a mis suegros. No es que me encantara la idea pero lo prefería antes que MacDonalds o volver a casa Recién eran las 4 y media, todavía quedaba un buen trecho de tarde que llenar, a los abuelos se les ocurriría algo.

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Los llamamos al fijo para avisar que iríamos en un rato con facturas para el mate, pero no nos atendieron. Los celulares tampoco respondían. Nos pareció raro, porque siempre están en casa los domingos, pero tenemos las llaves y fuimos directo.

Los chicos estaban muy entusiasmados, visitar a los abuelos les resulta siempre un programón. En el auto competían a ver quién tomaría más vasos de jugo, quién comería más galletitas de chocolate que la bobe compra sólo para ellos, y quién se sentaría en el escritorio del zeide a jugar con la compu.

Durante el trayecto a la casa de mis suegros los chicos siguieron discutiendo sobre quién recibiría mejores atenciones en lo de los abuelos y Mariano escuchaba el fútbol en la radio. Como en el parque, aproveché para fugarme otra vez en mis cavilaciones sobre el sentido de la vida familiar y pensé en ellos, en José y Rita, en sus vidas siempre tan iguales, en mi cuñado soltero cosechando premios y éxitos profesionales como economista en Miami.

Se habían acostumbrado a sus vidas perfectamente organizadas.

Hacía tiempo se había instalado entre ellos el silencio. Ya no hablaban. Aunque se entendían de lo más bien. Miradas, gestos, movimientos. Entre los dos había una especie de danza inalterada, una sucesión de pasos en los que jamás se tropezaban, los lugares estaban perfectamente delimitados en el espacio y cada uno ocupaba el suyo, sin distraer la atención del otro. En medio de esa danza, me parecía percibir una tercera presencia, como una masa de aire que se iba densificando y ocupando un espacio que los mantenía a una prudente distancia. Se fue materializando a medida que pasaban los días. Creo que fui la única que lo notaba.

–       ¡Llegamos! – anunció Mariano mientras terminaba de estacionar justo encontró lugar en la puerta del edificio de la avenida Alberdi.

–       Cuidado al abrir la puerta, bajen del lado de la vereda- completé.

No contestaron el portero eléctrico, entonces subimos y Mariano abrió con su llave.

Allí estaban los dos, mirando la tele muy tranquilos. Me pareció raro ver a Rita sentada en el butacón de pana bordó, ella nunca estaba quieta, lo habitual era verla preparando alguna cosa en la cocina, ordenando la ropa de José, acomodando los platos y vasos en la alacena.

Ni se dio vuelta para saludarnos, cuando nos escuchó entrar. Y sé que nos escuchó porque ni bien entramos fue a la cocina y volvió con una jarra de jugo y una enorme fuente de galletitas de chocolate que sirvió en la mesita ratona que tenía frente a sí.

Solo que no habló, volvió a apoltronarse en el sillón de un solo cuerpo y continuó fijando la mirada hacia el frente. No parecía que estuviera muy concentrada en lo que proyectaba el televisor. De hecho, era imposible que viese lo que ocurría en la pantalla, porque justo delante de ella, había un animal enorme.

Estaba allí, parado en sus cuatro patas al lado de José, que sí lograba ver los que se emitía por la tele, sentado en el piso con las piernas cruzadas.

Lo vimos todos. Era una enorme bestia peluda, de una mansedumbre insólita.

¿Qué es esa cosa? ¿Qué  hace pegada a mi suegro? ¿Por qué José no le tiene miedo? Y Rita, ¿acaso no lo ve?

–       Zeide!! Saludó Tomy, que corrió hacia su abuelo sin amedrentarse por el tamaño de la mascota. -¿Cómo se llama tu rinoceronte? ¡Qué lindo! ¿puedo tocarlo? ¿Puedo darle de comer?

–       ¡Tomy, petiso! Venga a darme un abrazo. José se levantó del suelo con un  movimiento elástico que no acusaba sus 70 años. Y enseguida retó, como siempre, a Mariano: Pero ché, siempre el mismo desorganizado, por qué no llamaste antes de venir? ¡No ves que tu mamá está descansando!

Mariano, como de costumbre hizo como si no lo hubiese escuchado.

–       ¡Hola, Pa! Trajimos facturas. Má, donde tenés el café, yo lo hago.

–       Bobe, Bobe, quiero jugar con el rinoceronte, puedo llevarlo al patio, insistió Tomy, esta vez apelando a la abuela, como siempre hace cuando José olvida un requerimiento suyo.

–       Bueno, bueno, más tarde, todavía no se puede bajar, en este edificio hay reglas. A las cinco, a las cinco. Irene  llevá los bolsos y las camperas a la piecita del fondo, por favor-  Me tranquilizó un poco escuchar el saludo habitual, aunque me pareció raro que no mencionara al invitado.acid_picdump_57-1 (2)

Continuará……

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