Había renunciado al cargo de Directora de Comunicaciones a los dos meses del nacimiento de Sofi. Estaba sobrepasada, pero me llamaron para ir a una reunión muy importante. Fui, yo podía hacer todo. Empezó a las siete de la tarde y terminó a medianoche. Quería irme, pero no sabía cómo hacerlo sin quedar como una irresponsable. La verdad, que tenía una lactante esperando para ser amamantada me parecía un insulto a los presidentes de las instituciones que estaban donando su tiempo voluntario después de sus agotadores días de trabajo en sus empresas, para llevar adelante el último tramo de un proyecto en el que veníamos trabajando hacía tantos meses. Tenía las tetas explotadas de leche, se rebosaron y la camisa bordó estaba empapada a la altura del pecho. Las miradas de todos los hombres sentados alrededor de la mesa se posaron en las aureolas húmedas que se formaron alrededor de mis pezones, pero eso no me avergonzó tanto. Me dolían demasiado las tetas y necesitaba mucho amamantar a mi bebé como para preocuparme por la impresión que estaba causando. De todos modos, no me atreví a dar por terminada mi participación en la reunión. Creo que me sentía honrada de que no pudieran prescindir de mí para un proyecto tan importante como el que se organizaba en esa reunión. Hacía un año planificábamos un encuentro deportivo panamericano con sede en Buenos Aires y yo me ocupaba de la comunicación y de asistir en la recaudación de fondos. Era una gran tarea, me entusiasmaba, sobre todo, ver que mis intervenciones eran valoradas. Pero lo cierto es que estaba puérpera y de duelo. En mis días de licencia. Mis habilidades profesionales estaban al diez por ciento, no tenía cabeza, ni cuerpo y mucho menos, consideración. Nadie parecía notar mi padecer y si lo notaban yo sentía que me iban a descartar. Nunca pensé en la posibilidad de tomarme ese tiempo y volver después, cuando estuviera un poco más entera. Ni siquiera consideré mi derecho, siendo que estaba en los tres meses correspondientes de licencia por maternidad. Pero, siempre el bendito monotributo, no me dejaba tan claro cuáles eran mis derechos y recordaba muy bien que había faltado a mi palabra al quedar embarazada. Recordé que Erre Eme me había preguntado al entrevistarme como candidata al puesto si pensaba tener hijos considerando mi edad y que no tenía hijos biológicos todavía. Cuando vio mi camisa toda mojada, mi cara de agotamiento y que ya no podía aportar una sola idea en la reunión, la Directora de Recreación, la otra mujer en una mesa de directores de clubes y empresarios me dijo: “Dani cuidate, quedate con tu hija, ellos te van a seguir convocando a estas reuniones, si es por ellos tenés que volver mañana mismo a la oficina, pero vos sabés lo que tenés que hacer.”.
Nunca supe si fue un consejo sincero o una invalidación. Capaz podría haberme ofrecido una mano para que pudiera sortear el desafío del puerperio al que se sumaba el duelo por la muerte de mi madre, un mes atrás. Eso, un poco de apoyo concreto que me permitiera conservar mi puesto para cuando tuviera las energías y la disponibilidad logística para volver, hubiera estado bien. En ese momento no lo vi así. Solo sentí pena por mí, culpa por mis hijos, por mi papá viudo que había quedado solo y no estaba exultante en materia de salud y, con todo eso, la oferta de Fer, cuando le conté lo mal que había resultado el intento de volver a la vida profesional, me pareció salvadora. Creí que iba ser posible. Renuncié a mi trabajo, Fer se encargaría de proveer con su sueldo y con la plata del alquiler de mi departamento de Arenales —que él, tan protector, había asumido administrar— íbamos a poder pasar los tiempos que se avecinaban. La mujer en la casa, el hombre en la oficina. El mundo iba a estar en orden.