El encuentro, como todos nuestros momentos juntos, era improbable. Pero una vez más estaba ocurriendo.
Minutos antes ibas en taxi por la calle Perón. Yo caminando con mil paquetes, como siempre, cargada, avanzaba por Uriburu. O era Pasteur o alguna de esas. Llegué a la esquina. Te vi, giraste hacia la ventana y cruzamos miradas. Mi pecho tembló. ¡Me avergoncé por eso! Otra vez la taquicardia que nunca percibiste porque un abrazo tuyo siempre la calmó al instante. A tu atuendo negro habitual, lo interrumpía un destello rosado. No sé si era la estampa de tu remera o alguna luz que se colaba por la ventana del auto en movimiento. Pero tus ojos encontrándose con los míos eran los mismos que me enamoraron. Vivos. A veces grandes, redondos y brillantes. Otras, supongo que de acuerdo a la distancia, almendrados, tímidos y pretenciosos.
Te bajaste del taxi y me esperaste viéndome llegar, sentado sobre unos caños que había en la vereda. No sé bien qué eran, tal vez se usaban para enganchar bicicletas o motos.
Esa tarde estabas más alto. Medías como dos metros, calculo, mi cabeza llegaba a tu pecho. Me abrazaste. Esa vez no te importó que pudieran verte. Y me besaste. Un beso que respondí perturbada. No me negaste, me sonreíste y me pareció extraño. Que no pongas barreras. Ya que estábamos en la puerta de Tu Institución. Ella seguro adentro, con tus otros hermanos, tu mundo lleno de gente, de esos testigos que ignoran. Me apretaste contra tu torso, con la mano elevaste mi mentón hasta que tu boca se encontró con la mía y me diste otro de nuestros besos pero esa vez no me gustó.
Me asustó ver tu gigantura. Reconocer que no eras tan cercano ni tan íntimo.
Fuiste feo, altivo, peligroso.
Me dijiste que nos íbamos a ir juntos, ese finde, a un hotel en el campo, lejos de todo. Y otra vez, como una serpiente encantada, incapaz de eludir tus llamados, te seguí. De pronto estuvimos en un castillo de la edad media, rodeados de un paisaje nublado. Hacía frío, sentimos miedo, una tensa calma en un escenario gótico y tenebroso. Pero juntos, eso sí, por fin, solos, el uno para el otro.
Tu oscuridad de pronto se me reveló.
De golpe, una trompada en el medio del pecho -no podría asegurar si el tuyo o el mío- te vi.
Sentí esas palabras atrapadas en tus silencios.
Sonaba un ASMR.
Quedaste desnudo.
Y libre.
Te habías desvestido de las mentiras.